Se levantó aquella mañana
sacudiéndose el pijama de aquel sueño que lo perturbó.
Porque un niño sueña hadas,

sueña historias, sueña nubes de algodón.
Pero este niño en vez soñaba
con el hombre y su sotana,

con el mismo hombre que horas después
de la mano lo conduciría
entre el altar y entre la cruz.



Y son inútiles los gritos en aquel confesionario,

junto al monstruo que le arrebató
sus nubes de algodón, su infancia, su inocencia,
su ilusión.

Y ni los santos, ni los sirios, ni Mateo, ni los ritos,
ni su fe, ni el Papa, ni su Dios,
serán capaces de borrar las lágrimas del niño,

que entre llantos ya no sabe qué
hacer.



Ya son muchos los caídos,
ya van varios perseguidos,

pero aún quedan muchos que culpar,
que agachando la mirada
se refugian en su fuero y en su santidad.

Y ahora el niño ya no sueña,
sólo espera el gran día en que la edad le dé la facultad
de gritarles en la cara a esos pobres infelices:

?¡Los perdono, no lo vuelvan a hacer más!?



Y la Iglesia en sus cimientos es la que hoy se tambalea,
al compás de un juicio que al final
no tendrá más resultados

que portadas, que entrevistas, que un silencio infernal.
Y ni los llantos, ni los fuegos, ni De Tarso, ni el santuario,
ni sus templos, ni su voluntad,

serán capaces de limpiar el barro que en sus dogmas fue a parar.



Se levantó aquella mañana
sacudiéndose el pijama de aquel sueño que lo perturbó.
Porque un niño sueña hadas,

sueña historias, sueña nubes de algodón.
Pero este niño en vez soñaba
con el hombre y su sotana,

con el mismo hombre que horas después
de la mano lo conduciría
entre el altar y entre la cruz.